lunes, 9 de abril de 2018



ESCÁNDALOS -  Toma 1
Frenesí desbocado, atropello desmedido, ferocidad de una pisada que no es tal.

Cajitas.

Las manos intentan subsanar su desmesura, claro está, sólo colocan parches, eluden por milímetros lo que bien podría ser una catástrofe. Ya lo era. Sus ojos lejos están de ver el cielo, y si bien resulta provechoso al resto de los mortales que así sea, no deja de ser un desperdicio.

Rojo amanecer.

Se cuela entre los edificios. De más está decir que allí no sólo hay miradas indiscretas entre vecinos, igualdad para aquellos que se encuentran en pisos relativamente equivalentes, desventaja para los que sus pies no suben más allá de uno o dos escalones. Lo había descubierto un par de días atrás, al mirar por la ventana del departamento del que fuera un amor. Pensé en mirar, por no pensar en nostalgias. Esperando que la última proximidad implicara un simple viaje en ascensor y la apertura de una puerta de la que yo, evidentemente, había dejado de tener llave hacía escasas palabras. Esperé y cortina mediante, impunidad que casi no lo era, observé. Pequeñas cajitas unicolores, avanzando en sendas grises, sin aparente fin, sin aparente sentido de ser, más que desembocar en otra de similares características. Frenesí desbocado, atropello desmedido. Aquella vez, mire el cielo, completamente celeste,  y pensé en poner fin a lo que allí sucedía; detener la locura con una intempestiva aparición desde donde las cajitas no lo esperaran. La impunidad se hizo más fuerte que nunca, decidí evitar los escándalos, salí por la puerta diciendo adiós. No miré para atrás.

Rojo orden.

Los detuvo. Cambié el rojo amanecer por un gris resquebrajado de tanto desenfreno. Avancé.

Pies.

De tanto en tanto aparecían en el cuadro en movimiento, uno por vez. Esos pies, mis pies; hoy vestidos para la ocasión. Aquel día no hubo pies antagónicos, solo los míos, en un sentido, el mismo de los iguales días. El mismo, el mismo abismo sin reparar, que escondido detrás de los restos de la última lluvia, esperaba acabar con el desenfreno de alguna de las cajitas.

Cajitas.

Me miran al cruzar. No las miro, se insinúan, bravuconean, emanan hedores despreciables, alientos vaporosos. Presuroso subo el escalón, ese que por ahora me aleja de su territorio de desenfreno. Desde aquí la historia es otra. Levanto la mirada, avanzo y de tanto en tanto giro para verlas, las veo pasar, detenerse, esquivar pero ante todo,  las veo presas, sin escapatoria. Su destino es permanecer allí, ir de aquí para allá; no más. Resulta ser la simple existencia la de las cajitas.