ESCÁNDALOS - Toma 1
Frenesí
desbocado, atropello desmedido, ferocidad de una pisada que no es tal.
Cajitas.
Las manos
intentan subsanar su desmesura, claro está, sólo colocan parches, eluden por milímetros
lo que bien podría ser una catástrofe. Ya lo era. Sus ojos lejos están de ver
el cielo, y si bien resulta provechoso al resto de los mortales que así sea, no
deja de ser un desperdicio.
Rojo
amanecer.
Se cuela
entre los edificios. De más está decir que allí no sólo hay miradas indiscretas
entre vecinos, igualdad para aquellos que se encuentran en pisos relativamente
equivalentes, desventaja para los que sus pies no suben más allá de uno o dos
escalones. Lo había descubierto un par de días atrás, al mirar por la ventana del
departamento del que fuera un amor. Pensé en mirar, por no pensar en
nostalgias. Esperando que la última proximidad implicara un simple viaje en
ascensor y la apertura de una puerta de la que yo, evidentemente, había dejado
de tener llave hacía escasas palabras. Esperé y cortina mediante, impunidad que
casi no lo era, observé. Pequeñas cajitas unicolores, avanzando en sendas
grises, sin aparente fin, sin aparente sentido de ser, más que desembocar en
otra de similares características. Frenesí desbocado, atropello desmedido.
Aquella vez, mire el cielo, completamente celeste, y pensé en poner fin a lo que allí sucedía;
detener la locura con una intempestiva aparición desde donde las cajitas no lo
esperaran. La impunidad se hizo más fuerte que nunca, decidí evitar los
escándalos, salí por la puerta diciendo adiós. No miré para atrás.
Rojo
orden.
Los
detuvo. Cambié el rojo amanecer por un gris resquebrajado de tanto desenfreno.
Avancé.
Pies.
De tanto
en tanto aparecían en el cuadro en movimiento, uno por vez. Esos pies, mis
pies; hoy vestidos para la ocasión.
Aquel día no hubo pies antagónicos, solo los míos, en un sentido, el mismo de
los iguales días. El mismo, el mismo abismo sin reparar, que escondido detrás
de los restos de la última lluvia, esperaba acabar con el desenfreno de alguna
de las cajitas.
Cajitas.
Me miran
al cruzar. No las miro, se insinúan, bravuconean, emanan hedores despreciables,
alientos vaporosos. Presuroso subo el escalón, ese que por ahora me aleja de su
territorio de desenfreno. Desde aquí la historia es otra. Levanto la mirada,
avanzo y de tanto en tanto giro para verlas, las veo pasar, detenerse, esquivar
pero ante todo, las veo presas, sin
escapatoria. Su destino es permanecer allí, ir de aquí para allá; no más. Resulta
ser la simple existencia la de las cajitas.